Donde otros ven unicornios, yo veo normalidad

Exagerado, incómodo y extraño

Imagen meramente ilustrativa

Hay una paradoja que recorre la vida de muchas personas con Altas Capacidades Intelectuales: aquello que para ellas es natural, incluso necesario, suele ser percibido por otros como exagerado, incómodo o directamente extraño. La búsqueda de precisión en el lenguaje, la sensibilidad al detalle, el perfeccionismo casi estructural o la necesidad de coherencia interna no son adornos ni manías, sino maneras de estar en el mundo que emergen de una mente afinada a otros ritmos, más complejos, más veloces y más profundos.

Sin embargo, cuando estas formas de vivir la realidad se manifiestan en entornos donde la media marca la norma, el riesgo es doble. Por un lado, se ignora la experiencia interna y, por otro, se distorsiona. El niño que quiere que todo sea justo es tachado de “quisquilloso”, el adulto que precisa nombrar las cosas con exactitud es acusado de pedante, y quien necesita que algo salga impecable para sentirse en paz consigo mismo acaba siendo visto como una persona controladora o exigente. Así, donde uno solo trata de ser coherente con su estructura interna, los demás ven rareza o, peor aún, amenaza.


Una herida difícil de nombrar

Esa diferencia entre la mirada propia y la ajena genera una herida difícil de nombrar: la sensación de vivir en un mundo donde tu normalidad es tratada como extravagancia. Y no se trata de un problema de autoestima individual, sino de un desajuste profundo entre la complejidad personal y el molde social. Lo que para alguien con altas capacidades es simplemente suelo firme, para otros parece un cielo inalcanzable o una tormenta innecesaria. Esa brecha de comprensión, mantenida en el tiempo, puede erosionar incluso las convicciones más sólidas.

Muchas personas con AACC han aprendido a ocultarse tras máscaras de neutralidad, a simplificar su discurso para no incomodar, a reducir su brillo para no sobresalir. Han sido llamadas intensas, raras, exigentes, cuando en realidad solo estaban siendo fieles a sí mismas. Han crecido sin espejos, sin referencias con quienes compartir la mirada profunda, sin un entorno que les confirmara que no estaban solas, que no estaban mal, que simplemente eran distintas (o raras, como muchos las designan).


Desactivar el poder corrosivo

Nombrar esta experiencia es el primer paso para desactivar su poder corrosivo. Hablar de ello, contarlo, compartirlo con otros que lo han vivido desde lugares parecidos, permite transformar la herida en identidad. No se trata de reforzar una etiqueta, sino de permitir que lo que somos tenga un lugar donde respirar sin pedir permiso.

Donde otros ven unicornios, nosotros vemos personas. Personas completas, lúcidas, a veces agotadas, pero profundamente valiosas. Tal vez no se trate de encajar, sino de dejar de encogerse. Tal vez la clave no esté en ser comprendidos por todos, sino en encontrar aquellos espacios donde nuestra forma de ser no tenga que traducirse.

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