Nuestro calendario y su origen romano

'Para conocer el tiempo hay que saber controlarlo, es decir, calcularlo'

Imagen ilustrativa de un calendario romano

Decía el arqueólogo Michel Gras, en una de sus obras, que “para conocer el tiempo hay que saber controlarlo, es decir, calcularlo”. En este sentido, nuestros antepasados tomaron consciencia del paso del tiempo cuando comenzaron a observar la alternancia entre el día y la noche, o entre los cambios estacionales. Curiosamente, aunque otras civilizaciones más vetustas como la egipcia ya lo usaba, la concepción de un calendario como el que utilizamos en la actualidad no se generó hasta el tiempo de la antigua Roma.

Los pueblos romanos más arcaicos usaban diferentes calendarios lunares y dividieron el año en un número heterogéneo de meses. Los habitantes de Alba Longa, por ejemplo, tenían un calendario propio de 10 meses, divididos entre 18 y 36 días cada uno. Sin embargo, según la tradición, el primer calendario que se creó que era similar al nuestro venía de los tiempos de Rómulo, el rey fundador de Roma. En aquel tiempo se dividió el año en 10 meses, cuatro de 31 días y seis de 30 días, sumando un total de 304 días. En cambio, a diferencia del tiempo actual, el año comenzaba el 1 de marzo, que era cuando se iniciaban de nuevo las labores agrícolas. El período intermedio que había entre los meses de diciembre y marzo extrañamente no se correspondía con ningún mes. 

Numa Pompilio, el segundo rey de Roma, realizó posteriormente una reforma en la que los meses duraban 29 y 31 días alternativamente y, con el paso del tiempo, añadió al año sus dos primeros meses: enero y febrero. Con el nuevo calendario, a febrero se le asignaron 28 días; a marzo, mayo, julio y octubre 31 días y al resto de meses 29 días. Sumaban en total 355 días. El desfase que generó el calendario lunar oficial con respecto al curso estacional, basado en el ciclo solar, hizo que se tuvieran que añadir dos meses cada cuatro años, y a éstos se le denominaron Mercedonios o Intercalares, de 22 y 23 días de duración. 

Cada mes, desde muy antiguo, tenía su propio nombre por algún motivo concreto. Martivs se llamaba así en honor a Marte, el dios de la guerra. Aprilis, probablemente, estaba consagrado a Venus, que es Apru en etrusco. Maivs pudo recibir ese nombre bien por estar consagrado a la diosa Maya o bien por venerar a los Maiores, los antepasados. Ivnivs estaba consagrado a Juno, la diosa de la maternidad. Qvintilis se llama así por ser el quinto mes, aunque a la muerte de Julio César pasó a denominarse Ivlivs, en su honor, por ser el mes de su nacimiento. Sextilis, el sexto mes, recibió posteriormente el nombre de Avgvstvs como dedicatoria al emperador Octavio Augusto. Los meses que seguían conservaron el nombre de su posición, es decir, september es el mes séptimo, october el octavo, november el noveno y december el décimo. Tras la reforma de Numa Pompilio, como hemos visto antes, se añadieron los meses ianvarivs, consagrado a Jano, y febrvarivs, dedicado a Februo o Plutón. 

El sistema calendárico de 355 días se utilizó en la antigua Roma hasta el año 46 a.C., cuando se implementó el calendario juliano y el emperador Julio César fijó la duración del año en 365 días, 5 horas y 52 minutos.

Pero, cabe que nos preguntemos, ¿desde qué fecha empezaron a contar los romanos? Sabemos que se emplearon tres procedimientos diferentes para indicar los años desde los que se comenzaron a contar. Uno era coger como referente el año de la fundación de Roma, el 753 a.C., seguido de la expresión ab urbe condita, es decir, desde la fundación de la ciudad. Otro, de época ya republicana, era tomar como referente el cónsul que gobernaba en el año en cuestión. Y otro era utilizar como referente el año 509 a.C., fecha en la que se derrocó la monarquía de Tarquinio el Soberbio y se fundó la República romana, con Lucio Tarquinio Colatino y Lucio Junio Bruto como los primeros cónsules. 

Por otro lado, los romanos no contaban los días de forma correlativa, sino que rompían el mes en tres partes desiguales que servían de referencia. Dividían el mes en calendas, nonas e idus, y éstos, según las fases lunares, se correspondían con novilunios, cuartos crecientes y plenilunios. Las calendas se correspondían con el día 1 del mes; las nonas con el 5, excepto los meses de 31 días que son el 7 y los idus con el 13, excepto los meses de 31 días que son el 15. De esta forma, se contaban los días según las jornadas que faltaban para la próxima fecha señalada. 

Del mismo modo, en Roma se institucionalizaron otras divisiones como el nundinum pero, gracias al cristianismo, triunfó la septimana, es decir, un ciclo de siete días consecutivos denominados como dies solis, lunae, martis, mercuri, iovis, veneris y saturni.

Las jornadas romanas se configuraron en días fastos, en los que era lícito tratar los negocios públicos y administrar justicia; días nefastos, en los que no eran lícitas ninguna de las actividades anteriores; días comiciales, en los que era posible convocar asambleas; días intercisos, mitad fastos y mitad nefastos y días partidos, mitad nefastos y mitad fastos. Además existían otros días especiales como Quando Rex Comitiavit Fas, día fasto “cuando el Rey huía del Comicio”; las grandes fiestas públicas; los días alienses, de luto como conmemoración de algún evento histórico desafortunado para la ciudad y otros días no fastos como los vitiosus, atri o religiosi

En el calendario festivo religioso, en el que también se reflejaba el culto a los dioses de los territorios conquistados, destacaban las fiestas lupercales, saturnales, equiria y juegos seculares. 

Por último, los romanos dividieron el día en 24 horas. La duodécima marcaba el límite entre la salida y la puesta del sol, lo que explica que en diciembre las horas rondaran los 45 minutos y en junio los 75 minutos. Se entiende así que no tuvieran una noción exacta del tiempo y que usasen expresiones imprecisas como mane, por la mañana; ante meridiem, antes del medio día o post meridiem, después del medio día.

Para más curiosidades de la Antigüedad: CABEZAS VIGARA, J.A., En busca del fuego... y otras historias curiosas de la Antigüedad. Editorial Espasa (Grupo Planeta), Barcelona, 2000.


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